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martes, 30 de agosto de 2011

LUIS XIV o La Majestad hasta en el retrete



Rey sin privacidad

Hubo un tiempo en que los monarcas europeos, por pertenecer sus personas al Estado, carecían de toda privacidad. Las jornadas de un rey eran públicas desde el despertar hasta el acostar y ni siquiera se hacía un receso para que pudiera aliviarse en privado. No podemos encontrar mejor ejemplo entre los reyes del Antiguo Régimen que el de Luis XIV, el rey solar por excelencia, un semi-dios en la tierra que gobernó Francia de manera absoluta e impresionó Europa entera con sus logros y triunfos. Imbuído de su papel de monarca ungido, que no debía rendir cuentas a nadie de sus actuaciones salvo a Dios, Luis XIV se "divinizó" llevando a rajatabla una etiqueta que regía su vida cotidiana las 24 horas del día. Hubo quien dijo entonces que, cualquiera que se encontrara lejos de Versailles, solo tenía que mirar su reloj de bolsillo para saber qué hacía en ese preciso momento el soberano.

Si el rey necesitaba miccionar o defecar, lo hacía en público y había quien se ocupaba de pasarle el algodón por la raja de las posaderas. Se aprovechaba incluso esa necesidad tan humana para conceder audiencias, fuesen a familiares, cortesanos solicitantes o embajadores extranjeros, y se consideraba ese gesto como algo impagable y del mayor honor. Luis XIV era rey hasta sentado en su silla-retrete. Y si repasamos algunos episodios de la Historia de Francia, descubrimos que esa escatológica costumbre ya venía de lejos... ; un predecesor de Luis XIV, el rey Enrique III, se encontraba sentado en el retrete cuando el fatídico 1 de agosto de 1589, a las siete de la mañana, recién levantado y aún por vestirse, recibió en audiencia al monje que le asestó una ponzoñosa puñalada en el bajo vientre.

Pasaba con frecuencia que, en el curso de las largas audiencias y paseos reales, algún que otro cortesano sintiera la apremiante urgencia de hacer sus necesidades sin poder ausentarse del evento. Existen, al respecto, no pocas anécdotas escatológicas de personalidades que tuvieron que aliviarse entre los demás o aprovechar un batiente de una puerta para desahogarse "privadamente" en un abrir y cerrar de ojos. La vida cortesana no era un camino de rosas, placentero y liviano, sino duro y riguroso, lleno de inconvenientes e incomodidades que iban a peor a medida que se envejecía y el esfínter o la próstata escapaban al control del sujeto. Versailles no olía precisamente a ámbar pese a los cargantes perfumes de las damas y caballeros y a los quemadores de inciensos, por lo que no era de extrañar que a Luis XIV le obsesionara tener todas las ventanas abiertas para que circulara el aire fresco. Incluso su cuñada, la Princesa Palatina, se quejó en su correspondencia de que el Palais-Royal (su residencia parisina), apestaba tanto a orines que le era imposible convivir con aquel hedor tan penetrante, y en otra carta se lamentaba tener que cagar en los jardines de Fontainebleau a la vista de todos porque no tenía en sus aposentos ningún cubículo que le sirviera de retrete. La magnificencia tenía su precio...

La vida privada era cosa de pobres y, aún diciéndolo así, quedan serias dudas si éstos también tenían sus momentos íntimos aparte del nocturno en sus míseras chozas, en las que malvivían apretujados y en medio de su propia inmundicia.

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